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viernes, 4 de enero de 2019

El origen de la guerra aérea

El 17 de noviembre de 1903 Wilbur y Orville Wright, dos hermanos de Ohio, llevaban a cabo el primer vuelo de la historia a bordo del Flyer I, un básico aeroplano de madera y tela con el motor al descubierto, en Kitty Hawk (Carolina del Norte). En 1905 ya tenían su invento patentado y listo para la venta, estando interesados Inglaterra, Francia y EEUU, aunque no se decidían a comprarlos, puesto que nadie había visto antes un avión y corría el rumor de que era todo un fraude. Los hermanos, por su parte, se negaban a enseñarlo hasta que el contrato estuviera firmado.

                                                                            
                                                                           Flyer I

En 1914 estallaba la Gran Guerra, y la aviación aún era algo muy nuevo para que se le hubieran encontrado aplicaciones directamente ofensivas. Por lo tanto, al principio el avión militar fue usado para explorar el territorio enemigo, sin entrar en combate. Esta situación no duraría mucho, ya que los oficiales acabaron por ordenar la intercepción de los aviones enemigos, dando paso a los primeros ataques entre aviones, que consistieron en lanzarle un ladrillo al enemigo desde arriba, atravesando así la débil estructura del avión, que aún estaba fabricado con madera y tela.

Otra medida ofensiva, ideada por el ruso Alexander Kazakov, consistía en un garfio unido a una soga que se empleaba para desgarrar los planos de dirección.

                                                     Kazakov en un sello conmemorativo

El primer derribo mediante un arma de fuego tuvo lugar cuando el 5 de octubre de 1914 un Voisin III francés abatió a tiros un Aviatik alemán.
Desde entonces, todos los observadores fueron armados con carabinas, y un mes después se instalaron soportes móviles para ametralladoras en todos los biplazas de observación. Había empezado la guerra aérea.


                                                                          Voisin III

En Francia, el piloto Roland Garros intentaba encontrar un método que permitiera a los pilotos de monoplazas atender al arma, ubicada en el ala superior, al mismo tiempo que dirige el avión. Para él, lo mejor sería instalar el arma enfrente del piloto, aunque esto destrozaría las hélices de madera. Con este planteamiento, resolvió brillantemente instalar en las hélices un refuerzo de acero para que las balas que choquen reboten en él, y el resto (la mayoría) pueda pasar y dar en el objetivo.
Los alemanes, reconocidos ingenieros, fueron más allá, y sincronizaron la velocidad de la hélice y la del arma para que todas las balas pasaran sin problema.


                                            Fokker E alemán con las hélices sincronizadas

martes, 1 de enero de 2019

La tregua de Navidad

Navidad de 1914. Los soldados ingleses advierten movimientos extraños en las trincheras enemigas: los alemanes las están decorando con docenas de árboles de navidad. Sí, árboles, pequeños y decorados con farolillos. Los ingleses se quedan atónitos ante semejante acontecimiento: los pérfidos alemanes están desplegando la decoración navideña.
Un poco más tarde, se empieza a percibir un leve murmullo, que va creciendo en volumen hasta que se distingue perfectamente, si no su significado, sí su esencia: el enemigo está cantando villancicos.
Algunos ingleses se animan y empiezan a cantar los suyos, y para cuando se quieren dar cuenta descubren que han pasado toda la noche intercambiando canciones con el odiado rival. En este ambiente de cordialidad, la soldadesca se anima tanto que hombres de ambos bandos empiezan a salir desarmados hacia la tierra de nadie, esquivando cráteres, cadáveres y chatarra para encontrarse con el odiado vecino. Comparten los regalos que han recibido de su familia y amigos, se enseñan fotos de sus seres queridos e incluso disputan un partido de fútbol, bebedores de té contra fritzs.
Cuando acaban las fiestas, cada uno se vuelve a su trinchera y se establecen de nuevo los turnos de vigilia. Las noticias llegan al alto mando, que se siente altamente indignado ante esta confraternización con el enemigo, que desde su punto de vista, cómodamente instalados en lujosos palacios en tierra segura, raya la traición. Resuelven que urge tomar cartas en el asunto e impedir que bajo ningún concepto vuelva a suceder, y llevan a cabo una purga, relevando y ejecutando a todos los responsables del incidente, deshaciéndose de todas las pruebas (aunque alguna se salvó y se filtró a los medios) de que semejante cosa hubiera ocurrido y, en casos en los que hubiera riesgo de que sucediera nuevamente, ordenando la descarga de artillería sobre el campo de batalla para evitar que los soldados pudieran abandonar sus trincheras. Al fin y al cabo, ¿de qué sirve un soldado que no odia a su enemigo, que quiera acabar la guerra de forma pacífica, aunque eso no aporte poder y prestigio a su amada patria?